El dragón de las palabras
Hace mucho, mucho tiempo…, a finales de la era de los dragones y los castillos, circulaba una leyenda en torno a una bruja tremendamente malvada.
En muchos lugares se había
oído y asegurado su existencia y, aunque nadie reconocía haberla visto
jamás, todos parecían saber cosas de ella. Habitaba en un castillo
lejano de Europa, pero, se decía que era tan poderosa que a todas partes
del mundo podía hacer llegar su maldad.
Convencida
de que los libros conducían a los hombres al progreso y a la libertad,
aquella malvada bruja no quería que el pueblo conociese la lectura, y al
dragón de su castillo, todos y cada uno de los libros que se escribían
en el mundo, le hacía tragar. La bruja tenía miedo de que la gente
leyese y aprendiese a pensar y, tras ello, la despojasen de su castillo,
de su poder, y de toda su maldad.
Así,
fueron pasando los años y los hombres, poco a poco, se olvidaron de
leer y de pensar. Los niños, por su parte, crecieron comunicándose por
señas, balbuceando palabras aisladas que jamás veían escritas en ningún
lugar, y cuyo significado no llegaban a comprender y nadie les sabía
enseñar ya.
El dragón de la horrible
bruja, que observaba con profunda tristeza lo que había conseguido
finalmente, y hasta donde había llegado su maldad, decidió luchar contra
ella y poder devolver así a los hombres su dignidad. Frente a la bruja,
el dragón abrió sus fauces decidido a expulsar una gran bola de fuego,
como aquella que había hecho arder todos y cada uno de los libros
robados por la bruja en la boca de su estómago.
Pero
de la boca del dragón no salía fuego, lo que provocó una carcajada de
tal magnitud en la bruja malvada, que según dice la leyenda, dio origen a
varios terremotos en la tierra. El dragón del temido castillo solo
expulsaba palabras, de tantos libros como se había comido.
Impresionado,
el dragón sopló y sopló hasta sacar de su interior la última de las
letras robadas. Y estas, poco a poco, fueron dando forma a las palabras,
las palabras a las frases, y las oraciones a todos y cada uno de los
libros perdidos. ¡Qué espectáculo de formas y colores se veía! Las
vocales danzaban y giraban dando vueltas como locas, y los personajes de
cuento más famosos buscaban ansiosos su hogar, revoloteando sobre los
rostros perplejos de la muchedumbre, que se había agolpado, ante el
ruido, frente al castillo de la malvada bruja.
De
esta forma, el esfuerzo del dragón fue debilitando el poder de la
bruja, que quedó finalmente sepultada bajo las toneladas de libros que
el dragón consiguió devolver al mundo tras sus grandes bocanadas de
aliento.
Y, como por obra de un
milagro, los hombres fueron recuperando la libertad y la cordura, y los
niños ordenando sus ideas en sus pequeñas cabezas y hablando de nuevo
con fluidez. Todos, muy felices, fueron recogiendo cada uno de los
libros, dispuestos a colocarlos en las bibliotecas, en las escuelas…, y
en las humildes estanterías de sus casas. Tras ello, se dirigieron al
dragón para agradecerle el haberles liberado de la terrible maldición de
la bruja. No pudieron, sin embargo, dar las gracias al dragón, que
había dado en su lucha ante la malvada bruja, hasta la última gota de su
feroz aliento.
Si oís en algún lugar
el rumor de una leyenda que comienza diciendo, «érase una vez el dragón
de las palabras», corred hacia un libro cercano, agarradlo fuerte,
leedlo, y dad gracias. Algunos aún dicen, que para que no desaparezca ni
nos falte nunca más un libro, aquel dragón nos vigila y nos guarda…
Lupita, la mariquita rica
Lupita era una mariquita, que soñaba con volar sola hasta lo
más alto, para distinguirse de las demás. Tras la suculenta herencia de
su padre Epafrodito, que en paz descanse, Lupita se convirtió en la
mariquita más rica de Pueblobichito, su humilde ciudad.
Subió en helicópteros, viajó en avión, y hasta surcando el cielo en globo a Lupita (que todo se le hacía poco) se la vio. Viajaba Lupita siempre maquillada con enormes pestañas, y ataviada con largos guantes de seda y un sombrero tan grande que se la veía a cien pies.
Pero pronto, Lupita empezó a necesitar a alguien con quien poder compartir todas las maravillas que había visto a lo largo de tanto viaje. Empezó a imaginar, mientras contemplaba el mundo, como sería la vida con otro bichito que la susurrara canciones a la orilla del mar o celebrase con ella la Navidad. Recordaba con tristeza a sus amigas Críspula y Cristeta, con las cuales se pasaba horas enteras jugando y sobrevolando los arbustos espesos y radiantes en primavera.
O a Serapio y su brillante mirada, posándose sobre sus pequeñas alas en los días más espléndidos de la florida estación. Y Lupita sintió de repente una profunda tristeza que con su dinero no podía arreglar.
Decidió entonces poner sus patitas en tierra para ordenar todas aquellas ideas. Y vagando de un lado a otro, llegó a un extraño lugar al que se dirigían muchas mariquitas de su ciudad. La Cueva del Suplicio, como se llamaba, era un sitio a donde acudían la mayoría de mariquitas que no tenían nada, para empeñar lo poco que les quedaba y así dárselo a los demás el día de Navidad.
Viendo a aquellas mariquitas luchar por no perder la sonrisa de los suyos, con su propio esfuerzo y sin ayuda de los demás, comprendió Lupita que no eran ellos los pobres y se avergonzó de su codicia y su vanidad.
Decidió en aquel momento Lupita, depositar en aquel lugar todo su capital, incluidos sus guantes de seda y su gigante sombrero. ¡Quería ser como las demás!
Lupita había comprendido al fin que, en volar hasta lo más alto, no se encontraba la felicidad.
La Jirafa Dromedaria
Esta curiosa jirafa vivía al margen de su manada porque… ¡apenas se le parecía en nada!.
Su lomo asemejábase más al de un camello, o a un dromedario (o a un tobogán), y ni siquiera gozaba del cuello largo y rectilíneo del que disfrutaban el resto de las jirafas de aquella sabana. Ninguna de sus parientes jirafas podía ver en ella ni a una tía, ni a una hermana, ni siquiera a una prima lejana; ni contemplaban tampoco al verla, a alguien con quien compartir el agua o las sabrosas acacias. Recelosas, observaban muy erguidas en las alturas a aquel extraño animal, cuasi jorobado, que tanto se les acercaba.
La Jirafa Dromedaria cansada, con el tiempo, de agazaparse y correr siempre al rebufo del resto de la manada, decidió vagar sola por la sabana en busca de más jirafas dromedarias, en busca de una auténtica familia que en apenas algo se le asemejara.
Tras un tiempo observando y buscando su nuevo hogar, la Jirafa Dromedaria creyó haberlo encontrado al ver el pelaje de un leopardo, intentando camuflarse entre el pastizal.
Acercóse la insensata jirafa hacia el fiero animal, hasta que sus finos y largos bigotes pudo casi palpar. Pero el leopardo (creyendo ver al mismísimo demonio en la piel de un camello con sarampión) se quedó tan congelado cuando la llegó a observar, que concedió a la jirafa el tiempo justo para lograr escapar. Y emprendiendo como pudo una carrera, al trote de un paso muy vacilante y torpón, la Jirafa Dromedaria de nuevo retomó la búsqueda de su familia de verdad.
Harta de trotar para escapar del leopardo y de un posible ataque fatal, creyó divisar a lo lejos un paraíso de antílopes colosal. En la distancia, pudo olisquear el aroma de las hojas y de las vainas frescas que cubrían parte de los terrenos de aquel esbelto y bello animal, y cansada y apurada por el hambre, pensó haber llegado al hogar.
A su llegada, los antílopes no dudaron en dar la bienvenida a aquella invitada curiosa y particular. Agasajaron a la jirafa con hierbas frescas de temporada y, al anochecer, la acomodaron en un humilde rincón fresco de pasto para que pudiese reposar. Al día siguiente, ya descansada, la Jirafa Dromedaria se divirtió de lo lindo con las pequeñas y juguetonas crías del grácil antílope, las cuales se deslizaban por su espalda jorobada, como si recorriesen mil rampas a lomos de un tobogán. Qué gracia en sus saltos y movimientos… ¡qué cariño en cada uno de sus gestos!
La Jirafa Dromedaria, por primera vez, parecía formar parte de un grupo, de una manada; y nunca más se puso en marcha en busca de familiares por la sabana.
Qué extraño resultaba verla en medio de aquella tribu africana. ¡Qué familia tan disparatada formaban! Y qué felices los niños junto a su nueva amiga del alma.
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